Intervención en el XVIII Congreso Católicos y Vida Pública

Como ya se han hecho públicas las actas del Congreso que organiza la ACdP, copio aquí la «larga» ponencia que me encargaron sobre El sentido cristiano de la Universidad y que compartí con los rectores de la Universidad CEU San Pablo, de la Católica de Ávila y de la de Comillas. Lo publicado en las Actas es la transcripción de la intervención, que fue más corta y con los giros propios de la oralidad. Y, claro, hay cosas que no puede decir, párrafos que me salté y otras tantas cosas que en una intervención como aquella -amena, ágil y sin protocolos- se pierden. Así que publico aquí el original:

LA UNIVERSIDAD, UN HOGAR PARA LO SUBLIME

Lo primero, y aunque por tiempo haya que reducir las fórmulas de protocolo, agradecer a la Fundación y a la Asociación que me hayan invitado a participar en este Congreso del que, antes que ponente, fui asistente. Mi presencia aquí no deja de ser un gesto osadía. Piénsenlo: qué hace un joven como yo, apenas un alumno, rodeado de rectores. Yo mismo lo pensé cuando el director de estas jornadas me llamó. Pero luego, echando la vista atrás, a las ediciones ya celebradas, uno se percata de que si hay algo común a todas ellas, eso es, precisamente, la osadía, que además, quizá sea uno de los elementos que más necesita la sociedad de los cristianos.

Y no puedo olvidarme de agradecer muy especialmente al decano de mi Facultad de Humanidades y Ciencias de la Comunicación, el profesor Legorburu, que fue quien primeramente confió en mí para estar hoy aquí.

Dicho lo cual, se impone que comience con una paradoja; la de este tiempo nuestro que, tan descreído como es, es a la vez tan contrario y tan angustiosamente dependiente de las definiciones; la paradoja de definir la Universidad cuando, me da la impresión, ni la Universidad misma sabe ya qué es exactamente.

Para cualquiera que se acerque a un campus, muy especialmente para ustedes, rectores, salta a la vista que la Universidad si es algo hoy es, ante todo, un ente burocrático, burocratizado y burocratizante; es presa de un ímpetu totalizador que, creíamos, sólo se encontraba en la esfera de lo público. Sin embargo, esta desgracia – porque es una desgracia –, tiene también su punto positivo: como toda maquinaria entregada con denuedo a los formularios y ventanillas, la universitaria ha generado una enorme cantidad de literatura administrativa. Y en esos anaqueles atiborrados pueden encontrarse cientos de páginas que tratan de ofrecer una definición de qué es la Universidad. No aburriré citándolas todas; sólo las dos más comunes y tópicas: centro de estudios superiores o, la aún más aséptica: centro de formación. Estas dos, que tomo como paradigma del resto, muestran lo común a todas las definiciones: son parcas, pobres, cuando no, directamente, absurdas y enfermizamente pedestres. Sin embargo, responden muy bien a la ansiedad posmoderna de hacer de toda la realidad algo fungible, consumible y caduco. Porque, al definir de forma tan poco lúcida un concepto como el de Universidad, se levanta en torno a él todo un cercado que la convierte en un objeto de su tiempo; nada más… sin apenas distinción con un bar, un quiosco o una administración de lotería. Porque al levantar en torno a la Universidad un muro, se corta de raíz cualquier brote de trascendencia. Y la Universidad comparte con las más excelsas creaciones del hombre, precisamente, el afán, el deseo y la necesidad de trascendencia. Una trascendencia que, por otro lado, está en su génesis; es su esencia nuclear.

  1. El periplo circular del tiempo

Si entendemos la trascendencia como yo la entiendo aquí, es decir; como una nueva medida del tiempo que está más allá del propio tiempo, la Universidad es pura trascendencia. San Agustín, en el undécimo libro de su Confesiones, escribe: “En cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si pues, el presente para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya esencia y razón de ser está en dejar de ser?”. Y antes que esto, escribió: “Si nada pasase, no habría tiempo pasado y si nada sucediese, no habría tiempo futuro”.  O más sencillamente: si el pasado no es, el presente está dejando de ser y el futuro aún no es… La trascendencia, entiendo yo, es un estado de visión del mundo en el que los límites de esos tres tiempos tan marcados, se desdibujan y los pies andan hacia un futuro desde el presente, con la suela marcada por el pasado; en el que los ojos observan más con el alma que con los propios órganos, y no ven compartimentos estancos, sino un río que fluye. Eso es precisamente la Universidad, eso son sus campus: las riberas del río del tiempo que, en vez de agua, peces y líquenes, mueve vidas.

Este particular discurrir  en el que existen las Universidades no debe ser tomado como excusa para desentenderse del presente, del hoy maleable, del tiempo que, en definitiva, a cada uno y, por supuesto, a cada institución le ha tocado vivir. Antes bien, todo lo contrario: es la obligación gravísima de preocuparse y ocuparse del presente. Un presente que, ustedes rectores lo sabrán mucho mejor que yo, está instalado en un frenético deseo de futuro; como si anhelara serlo a costa de todo. Y la Universidad, que es o debiera ser uno de los vientres en los que el futuro se gesta, debe a su vez, refrenar ese ímpetu por los tiempos que vendrán. Tiene que sujetar las riendas de un caballo que pugna por desbocarse, y pisar, todo lo firmemente que pueda, el suelo de, por ejemplo, este 11 de noviembre de 2016. El alocado discurrir, que toma palabras rimbombantes y manidas hasta el extremo, como progreso, es alocado porque se hace con ansias de ruptura, como si antes de este sacrosanto devenir futuro no hubiera habido sobre la faz de la tierra nada digno de mención. La trascendencia que define a la Universidad es, precisamente, el remedio a ese delirio: progreso, sí, pero sin rupturas, sin adoptar la soberbia postura de ser hoy los primeros que pensaron. Si miran a su alrededor tan sólo un instante, verán hasta qué punto la sociedad les necesita, necesita las instituciones que ustedes rigen.

Pero hay que ser justos, más si cabe en estos días, últimos del Año Santo de la Misericordia. Yo juego con ventaja hoy, primero porque juego en mi universidad, que es jugar en casa; y luego, porque nada sé del gobierno de las Universidades (quizá, después, los rectores puedan comentarnos un poco a este respecto). Pero ustedes, ustedes señores rectores tienen que ser conscientes –seguro que lo son ya– de lo que tienen a su cargo. No sólo el presente transustanciado en alumnos. Eso, sin ser poco, no es nada en comparación con la realidad: por sus manos pasan los tres estadios del tiempo (el pasado, que les debe circundar y deben cuidar; el presente, que les tiene que ocupar, y el futuro: por el que tienen que trabajar y, si la burocracia se lo permite, sobre el que tienen que reflexionar, y por qué no, soñar); son sus manos las que, inundadas de trascendencia, tienen que moldear el tiempo hasta convertirlo todo él en un instante perenne que concite cientos de vidas que fueron, que son y que serán y que íntimamente, esperan de ustedes mucho más que un título al cabo de cuatro o cinco años.

  1. El hogar de lo sublime

Pero si no atenemos al hoy, la Universidad tiene que ser en nuestro tiempo; esto es, tiene ser un hogar para lo sublime, para la Belleza; una inconquistable fortaleza moral y estética para la Verdad, que no es sino la Belleza. Belleza entendida como la entendió Platón, es decir; como idea luminosa que despierta al amor en el conocimiento. También como la estudió Aristóteles: como armonía, es decir, unidad en la diversidad. Esta belleza, y no la kantiana que hoy impera, desprovista de cualquier consideración más allá de la generación de placer, debe ser la lumbre y el hogar de la Universidad; una luz alta que desperece e invite a la senda del amor, que no es sino la del conocimiento; una sonata armoniosa que engarce en sí la multitud de vidas diversísimas que en torno a ella se reúnan. Este, y no otro ha de ser el sentido de una Universidad, cristiana o no; este y no rankings que pretenden hacer contingente el océano; este y no certificados expedidos aún más absurdamente en base a criterios tan pobres, tan funcionariales, que apenas alcanzan la categoría de absurdo. Porque si la Universidad renuncia, por acción u omisión, a ser un hogar para lo sublime, para la belleza, perderá su altura moral –ya la está perdiendo–; dejará de ser faro para una sociedad desnortada. Y, rectores, si aceptan esa conciencia, no les será suficiente con el encomiable esfuerzo de aumentar la dotación para becas o potenciar la investigación. La asunción de esta visión, de que la Universidad debe ser refugio de Belleza, les exigirá algo mucho mayor, de mayor trascendencia: dejar de ver la Universidad, ni tan siquiera observarla, sencilla e imperiosamente, contemplarla.

  1. LA UNIVERSIDAD CRISTIANA: UNA TEOFANÍA

Hasta aquí, la Universidad. Ahora, la Universidad cristiana. Como ven, la trascendencia es común a ambas. ¿Qué distingue, entonces, a una de otra?

Antes de venir aquí, he podido leer algunos de los planes de estudio de sus Universidades; yo mismo los he vivido aquí. En todos, salta a la vista la confesionalidad de la institución que los ha diseñado. En mi caso, en esta misma casa, por ejemplo, cursé las asignaturas de Antropología (Antropología Filosófica, me refiero) y de Doctrina Social de la Iglesia. Las dos me sirvieron; formaron mi panoplia para acudir a ese campo de batalla que es el mercado de trabajo; son signo distintivo de esta Universidad. Sin embargo, estos planes de asignaturas no denotan más que, lo que por otro lado resulta evidente para cualquiera; que se trata, tanto la San Pablo, como la de Comillas o la Católica de Ávila, de Universidades confesionalmente declaradas como cristianas. Nada más. Ni siquiera sirve como elemento de distinción el hecho de que en sus campus se celebren de forma asidua los sacramentos o haya en ellos una capilla. Ambos, de momento y más mal que bien, están presentes en la mayoría de las universidades de España. Diré más: que la Asociación Católica de Propagandistas, la Compañía de Jesús, el Obispado de Ávila, la Santa Sede o cualquier otra institución católica, eclesial o no, promuevan y sustenten la creación de una Universidad no la convierte a ésta en una Universidad cristiana; sólo en una confesional.

Lo cristiano de una Universidad debe buscarse más allá de su nombre o de si está bajo la advocación de este o aquél santo patrón. Si recuerdan el pasaje del Evangelio de San Mateo conocido como Discurso comunitario: recordarán aquella frase de Cristo, que le dice a sus discípulos: “Porque donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Por esta frase, la Iglesia, es decir, el Cuerpo Místico de Cristo, es más que una diócesis o una jerarquía eclesiástica. Atraviesa esas necesarias fronteras. Por esta frase, la Universidad cristiana tiene que ser también Iglesia; una especie de Iglesia particular. Y en ella deben soberanear los mismos aires que gobiernan la Iglesia desde hace más de 2.000 años: misericordia, acogida, abrazo fraterno, asistencia… Que, como en una Iglesia, el alumno y el profesor, al traspasar la puerta de la Universidad, se sepan no sólo asistidos en las necesidades materiales, sino algo más, que tengan absoluta certeza de que entran en terreno sagrado, es decir; en el terreno de lo que el añorado sacerdote y periodista, Don Jesús Arteaga llamaba, el valor divino de lo humano. Lo que en la práctica significa la preservación de la individualidad; que el alumno no se convierta en un número o en una función más para una estadística; que el profesor no sea considerado una máquina expendedora de conocimientos; que, en una filigrana raciovitalista, sean consideradas y tratadas las circunstancias personales que envuelven a uno y a otro, encaminándose siempre hacia la solución mejor; que, en definitiva, yo sea yo, con mis circunstancias, y no un cualquiera cuya vida extramuros de la Universidad, apenas importe. Porque, no se puede olvidar lo que escribió San Juan Pablo II en su carta Gravissimus Sane del año 1994, año aquel de la Familia: “Todo proceso de educación cristina es siempre educación para la plena humanidad”. Y no hay humanidad tras un número; sólo en un nombre. Y no es baladí la cita de este documento papal, ya que el deber que tienen, rectores, es hoy más grave si cabe, ante la descomposición paulatina de la familia como engendradora de valores que, si bien es insustituible, coloca a la Universidad en el deber moral de intentar paliar la proscripción de la educación en valores. En esto, en el cumplimiento de este deber, también se da el signo cristiano.

Lo que nunca, a mi modo de ver, tiene que ser una Universidad cristiana es un centro de catequesis. Fundamentalmente, porque no sirve para nada. Lo cristiano de una Universidad no debe ser –de hecho, no es– el proselitismo de la fe tal y como lo entendemos normalmente. Un campus de una universidad cristiana debe ofrecer, sí, la posibilidad de formarse en la fe; charlas catequéticas y otras actividades, como la formación para la recepción de los sacramentos, tienen que estar entre las muchas opciones entre las que un alumno, libremente, puede escoger. Pero he dicho que la Universidad tiene que ser un hogar para la belleza; y si tomamos lo anterior, y le añadimos la concepción de belleza que dejó forjada el humanista carolingio, Juan Escoto Eriúgena, llegamos a lo que, en esencia es una Universidad cristiana. La belleza, reflexionó Escoto, es una manifestación de Dios. La Universidad, la Universidad cristiana, por tanto, debe ser una teofanía.

Muchas gracias.

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