La tertulia del Galindo (y III)

Miraba sin interés los azulejos que decoran el Galindo. En ellos están dibujadas las plazas más importantes de las ciudades españolas. Está la Mayor de Madrid, la de Salamanca, la de España de Sevilla y otras tantas. Por aburrimiento, las miraba mientras esperaba que llegara mi contertulio, un purista del arte, un insufrible pureta que se cree colindando con las afueras del mundillo, como lo llama él. Es entrañable, sin embargo, y mueve al cariño, pese a todo. Por eso estaba yo esperándole.

Por su olor le conoceréis. Y es que, como en un intento vano por aunar el dandismo clásico con el decadentismo que le es propio según su particular percepción, el bueno de mi contertulio acababa por hacer de su olor corporal una amalgama de aromas que, mezclados con el espeso perfume aceitado del bar, movían a la náusea. Suerte la suya que mi vicio de fumador haya atrofiado mis fosas nasales. Sin embargo, en esta ocasión parecía haberse rebozado en desodorante de esos que en su publicidad te garantizan dejar al marqués de Bradomín como un ingenuo púber. Además, y es esta una de las más hondas brechas habidas en el buen gusto, la fragancia recogía el olor de un alimento (¿coco?). Una calamidad, vaya. Pero, pese a todo, lograba concitar mi paciencia y mi cariño, aún no sé cómo.

-¡Álvaro, pollo! ¿cómo anda usted?

No sólo es peculiar por su forma de oler. También lo era por su forma de hablar. A todos trataba de usted y hablar con él era como leer a Foxá en su Madrid de corte a checa o a Canssinos-Assens y su novela. Tenía los mismos dejes de un madrileño de los años 30. En sí mismo era una desbordante peculiaridad.

-Bien, hombre, bien… esperándole

-Bueno, no se alarme que ya he llegado -respondió mientras me encaminaba hacia una mesa un tanto alejada – y qué, cómo esa poesía

-Pues va. No puedo quejarme. El editor está contento y yo… bueno, pues también, supongo.

-Que ya es mucho, teniendo en cuenta que su poesía es una aberración posmoderna.

-Oiga, tampoco se pase…

-No se irrite Álvaro, por decirle lo que pienso.

-Nadie se lo ha preguntado.

-¿Y?

Era más o menos cotidiano que las conversaciones se sucedieran un tanto rápidamente, porque todas, más pronto que tarde, acababan encallando.

-¿En qué anda usted ahora? -le pregunté, intentando pasar página.

-Ando detrás de un editor que publique mis últimos poemas.

-Qué bueno. ¿Y qué son esta vez?

-Treinta poemas en hexámetros

-¡Anda!

-Pero hexámetros con sus dáctilos y sus espondeos. Nada de esas desvariaciones que hace usted.

-Me imaginaba

-Y no se crea que yo escribo sobre lo que escribe usted. Lo que yo hago es otra cosa…

-Nunca he sabido qué es lo que hace exactamente.

-Y no le culpo por ello. Cada uno llega hasta donde llega y mis versos no son para la masa, como los suyos.

-¿Yo soy masa?

-Está usted gordo. Eso es evidente – una risilla inocente, como riéndose de su propio chiste, le brotó liviana – No, en serio. Mis versos tratan de filosofía; del lugar que ocupamos en el mundo; del afán de posteridad… ¡Altas realidades, amigo!

-Y no hay editor que las publique…

-Editores… ¡bah! Otros a los que habría que desasnar. Son esclavos del mercado, nada les importa la estética. Vender, vender y vender.

-Pues no se crea que mis libros se venden por cientos y ahí están, publicados y sin haber pagado por ello.

-Eso es porque es usted un muchacho inocente en este mundo, pero yo soy ya perro viejo y me consideran un maldito.

-¡Pues anda que los poetas malditos no venden!

-No, pero no de esos malditos, sino de los otros. Yo soy la resistencia frente a tanta modernidad, por eso no me publican. Igual que Sócrates frente a los sofistas, pues yo frente a usted y los que son como usted.

-Oiga, deje de meterme en sacos…

-Pues luche por su yo, como hizo un servidor.

-¿También es romántico?

-También…. soy un socrático romántico afiliado al decadentismo, pero sin renunciar a los parabienes del dandismo.

-La pureza artística, vaya.

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