Espejando a Azaña

Hace no mucho que Ediciones Encuentro ha publicado Azaña. El mito sin máscaras, el último libro de José María Marco y cuarto de los dedicados al líder republicano. Esta nueva incursión de Marco consolida una suerte de relación íntima con un personaje que no intimó más que consigo mismo y su alter ego. El estudio biográfico -aunque el libro de Marco ni es ni se parece a una biografía- siempre trae consigo el riesgo de que la exploración del autor sobre el personaje acaba deviniendo en un deambular arrostrado. José María, claro, no sólo sortea la tentación, sino que la destierra.

Cualquiera que haya seguido la vida cultural de los últimos veinte o treinta años sabe que la restitución de Manuel Azaña como mito político la protagonizó la derecha, no la izquierda. En concreto, José María Aznar, a quien, como a tantos otros, fascinó el modo y la forma de Azaña al hablar de España y sobre España, en un momento en el que la derecha necesitaba con urgencia un registro lingüístico patriótico renovado. Y es igual de bien sabido que Marco fue uno de los que dio cuerpo a esa recreación del mito azañista, si bien es cierto que, en contra de lo que muchos piensan, los que quedaron fascinados venían ya más que predispuestos a caer bajo la prenda del presidente de republicano.

Podría decirse, por tanto, que este último libro, ya desde el título, es una enmienda a las obras anteriores en las que, se supone, Marco había levantado el mito de Don Manuel. No es cierto, claro. O no lo es de manera exacta. Tanto en La inteligencia republicana (1988), como en La creación de sí mismo (1991) o El fondo de la nada (1991, 1998, 2007, 2013), Marco no es un acrítico observador de la figura de Azaña; más bien al contrario: es profundamente crítico, pero no sectario y pone en valor aquellas cosas que en las circunstancias y el contexto cultural y político de cada momento, podían tenerlo. Por lo tanto: ni una enmienda ni un reniego, sino una culminación.  Azaña. El mito sin máscaras es la obra que hace cumbre en un trabajo de años y que hace de Marco el intelectual que con más empeño y esfuerzo se ha dedicado a descerrajar a un personaje emboscado entre alter egos, soberbias, triquiñuelas diarísticas y no pocas palmas de santidad laica e interesada.

La obra se divide en cuatro partes: Liberalismo, República y Democracia, Revolución y Guerra Civil y Arte y diletantismo. Todas ellas tienen como elemento estilístico en común el no ser un estudio al uso, ni una investigación histórica, sino un ensayo personalísimo, tanto que por momentos parece un libro escrito por un coetáneo de Azaña, casi íntimo suyo. Y esa es una de las grandes virtudes de la obra: que es capaz de transmitir al lector la intensidad de la relación que con Azaña ha tenido desde hace años el autor. Algo que, dado el carácter de Don Manuel -perfectamente visible en sus soporíferas obras, especialmente en La velada de Benicarló-, tiene un mérito indudable.

Otro hilo que enhebra cada una de las partes es la clarividencia de Marco. Cuando se quiere escribir un libro crítico, hay dos opciones elementales: la del butronero, que dinamita al personaje, o la del jardinero, que va podándolo hasta desvelar su verdadera contextura. El refinamiento intelectual y literario de Marco es demasiado como para enfundarse en un traje de faena y poner cargas de dinamita en el cogote despejado de Azaña. Al respecto, es especialmente feliz el primero de los capítulos, Liberalismo. En él, con cierta trabazón cronológica, el autor va desbastando al personaje: cómo un joven de tradición familiar liberal, adscrito al reformismo y decepcionado con la Constitución de 1876 y el sistema que alumbró, acaba por romper con el mundo intelectual que a priori le era propio, gracias a la lectura de Juan Valera, en favor de un republicanismo afrancesado. Uno de los aspectos más relevantes de este apartado es cómo, tras hilar los ovillos de las lecturas de Azaña y su propia formación con sus experiencias en la política práctica -fracasadas, todas ellas-, queda un tapiz complejísimo en el que no se sabe si lo que resulta es la persona o el personaje; el ego o el alter ego.

El segundo apartado, República y Democracia, tiene un gusto especial; es, junto con el último, en el que más claramente se ve a Marco inmerso en el particular mundo de Azaña; ese mundo de Charles Maurras, Ángel Ganivet y Pedro Antonio de Alarcón que, entremezclados, acaban generando la idea de República absoluta que Marco toma prestada de la historiadora, Odile Rudelle para recortar a Don Manuel en su tiempo y en su momento al frente de la República: un legislador en busca de un ideal y no de las condiciones materiales, fácticas, de la vida social, económica y política de un país (especialmente elocuentes al respecto son los párrafos dedicados a la reforma militar de Azaña y, entre otras cosas, su desconocimiento del valor de los símbolos para el Ejército o los dedicados a la relación de Azaña con el problema nacionalista, en los que se pone en evidencia las lecturas de Ganivet, a quien, por otro lado, tan duramente había criticado).

Camaleónico y diletante

El tercer capítulo, Revolución y Guerra Civil es especialmente atinado en la demostración del carácter camaleónico de Azaña y de cómo un historicista empedernido era capaz, a un mismo tiempo, de desplegar un discurso profundamente antihistórico. El término revolución -nos cuenta Marco- no aparece en boca de Azaña en un acto público hasta febrero de 1930. Si bien, desde 1923 venía empleando el término en escritos varios. Pero más allá del valor semántico que Azaña concediera a la palabra en sí, lo que es evidente es el valor que le supuso para la creación de ese mito que él mismo se forjó. Marco lo evidencia en los párrafos que dedica a la conferencia Tres generaciones del Ateneo, con la que Azaña se disfraza de revolucionario quintaesenciado, y sobre todo, se evidencia en el hecho de que a partir de 1931, no volvió a pronunciar el término en público (con excepción de una conferencia de 1937).

Aunque, realmente, el capítulo más importante de todos – cada uno tendrá el suyo- es el último, Arte y diletantismo. Y lo es porque revela algo que es crucial para conocer al personaje: Azaña tiene vocación de artista, es lo que quiere ser realmente y lo que le lleva a ese conflicto irresoluble, pues en Azaña, vocación y aptitudes no van de la mano. Su profunda preocupación estética, junto con el buen número de obsesiones propias, acaban por cegar el camino artístico del personaje, incapaz de separarse de la creación autobiográfica y aun ésta, hecha a base de bosquejos cuando el autor se transforma en personaje de algunas novelas (sobre todo, en La velada, que es Azaña hablando consigo mismo, pero sin llegar a recrearse completamente en los personajes). Es, dice Marco, un diletante en el sentido moderno del término: un incapaz de comprometerse con su propia obra. Pero sobre todo, y leído este último capítulo tras el acervo dejado por los anteriores, se concluye que Azaña es víctima de sí mismo, de su propio personaje que lo va devorando, quizá por ser inepto para darle reino propio en la literatura.

Llevábamos años sin un libro dedicado a Azaña. Después de un boom entre la hagiografía y la falta de medida crítica, tras los muchos cambios políticos y culturales que han relegado a Azaña a antigualla inservible, su vuelta  trae de nuevo la reflexión a un personaje y unos años de nuestra Historia que bien merecen -necesitan- de la sensibilidad y hondura de José María Marco.

Título: Azaña. El mito sin máscaras

Autor: José María Marco

Páginas: 356

Año de publicación: 2021

Web de Ediciones Encuentro

 

 

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