En unas declaraciones al periódico El Imparcial, aparecidas el 1 de marzo de 1903, el líder conservador Antonio Maura dijo lo siguiente: «La primera necesidad pública que vengo predicando hace años es atraer a la política a los neutros (…) llamarlos con obras vibrantes para despertarles y conmoverlos, para arrancarlos de su inacción y de su egoísmo, para atraerlos por fuerza a la vida pública».
Estas declaraciones no son más que una reiteración, hasta en los términos, del discurso que el propio Maura pronunció el 15 de julio de 1901 en el Congreso de los Diputados. En esta ocasión, añadió otras: «creo que uno de los primeros y más importantes orígenes del mal consiste en la abstención de los neutros; en el indiferentismo de la masa neutra». Es parte de su famosa revolución desde arriba; de su revolución desde el Gobierno a base de reformas hechas «radicalmente, rápidamente, brutalmente».
¿Nos dicen algo hoy estas palabras? ¿nos aporta algo recordarlas? Probablemente, y si somos capaces de desbrozar prejuicios y limitaciones, nos digan y nos aporten mucho, mucho más de lo que pensamos.
En aquellos años, con sus declaraciones al periódico, Maura, que pronto empezaría su andadura al frente del país (en diciembre de 1903 formaría gobierno por primera vez), hacía un llamamiento que puede ser recuperado, si bien con un cambio en los términos implícitos. Porque el líder conservador denominaba neutros a las clases medias, habida cuenta de que la política era aún una política hecha por élites. Hoy, quizá, el mismo llamamiento podría hacerse, pero no a las clases medias, asfixiadas como están por la pandemia, preocupadas por el sostenimiento de sus hogares más que de cualquier otro asunto. Hoy, quizá, el mismo llamamiento habría que hacerlo, alto, claro y firme, para que las élites, nuestros nuevos neutros, tomaran parte en el devenir del país. Élites económicas, por supuesto; pero también intelectuales y sociales. Porque hoy, élites son aquellos que por un flanco o por otro, tienen libre parte de su atención.
Las élites tienen que sentir el llamado e irrumpir como los fenómenos climáticos súbitos en los ecosistemas: intervenir y actuar disponiendo lo que en cada caso puedan poner al servicio de un bien superior a ellos mismos. Si son recursos, recursos. Si son ideas, ideas. Si es tiempo, tiempo.
España precisa de un fondo común de esfuerzos compartidos que la dirigencia política está siendo incapaz de nutrir. Frente a la España política, la España corporativa, la España poeta, la España pensadora, la España artista, la España, en fin, de quienes, por una razón o por otra, buscada o no, tienen sobre sí el peso de una sociedad que cada vez más, palidece y declina, unos, ante la rampante bobería; ante las urgencias de sostener el hogar, otros.
El tiempo pasa y lo hace cada vez más rápido. Los fenómenos sociales viven y mueren, depredados por fenómenos nuevos. No hay tiempo, de hecho y «cada día es más tarde» –en palabras de Maura. O cada día todo es más fungible, que para el caso, es lo mismo. Y al socaire de una degradación persistente, España decae sin que los que pueden, tomen parte. «Es cosa de otros», dicen. De los políticos, se supone. Pero no hay cosa ni hay otros: hay país y hay ciudadanos; un país trémulo y unos ciudadanos que esperan, no una gran llama crujiente sino un pabilo que prenda, aunque sea tímidamente. Con eso les (nos) sería suficiente.
Y son los neutros, los nuevos neutros de nuestros días, que sestean su responsabilidad local abonándose a tendencias de opinión globales, los que hoy, ante las tristes evidencias que la realidad arroja, tienen la responsabilidad de acometer obras vibrantes. Son ellos, estas élites capaces de concitar esfuerzos e ilusiones ajenas, los que tienen el deber, deber gravísimo, de tomar parte. Porque no, no hay otros. Están ellos, nadie más. Ellos y un presente que se escapa. Ellos y una tibieza insoportable, tan bien vestida, tan presentable, que resulta doblemente intolerable.
El indiferentismo, por mucho que se revista, por mucho que se maquille con acciones públicas y aplausos y comparecencias, se acaba revelando. Más aún cuando lo que se pone en juego no es un futuro más o menos próximo, sino un presente que se cierne, no se extiende, sobre nuestros pies. Cuando el lapso es tan recortado, la urgencia es mayor, aunque no siempre lo sea también su percepción.
Las élites han contraído un deber con su país. No lo han hecho por un atávico sentido de clase ni por discursos depauperados de vieja ideología derrotada. Lo han hecho de la misma forma –aunque no en la misma medida– que el resto de los compatriotas. Porque todos a fin de cuentas, hemos unido nuestros destinos al destino de nuestro país. En esto se sabe que somos miembros de una nación y no apátridas sin sentido ni significado: en que lo mío está indisolublemente unido a lo nuestro. Su deber –el de todos– se debería expresar de la manera más genuina en momentos como los actuales, de tanta y tan profunda crisis, de tanto y tan profundo desgaste.
Adocenarse en cuentas de resultados, cátedras o periódicos no debería ser una opción. Hay demasiados pabilos pidiendo que los prendan; demasiadas llamas que no pueden quedar huérfanas de fuego. Y si así sucediera, si definitivamente el país quedara bajo esta umbrosa contextura de indolencia, abotargamiento y complacencia, ellas, estas élites a las que ahora se llama, serían las responsables. Puede que no culpables, pero sí, absolutamente responsables. Lo seríamos todos, pero cada uno en función de su parte, que en eso se basa la justicia.
Y las naciones juzgan de manera inmisericorde. Ya lo hemos vivido con crisis anteriores. Y lo volveremos a vivir con esta si los que pueden, no hacen nada; si los que pueden, se limitan a sus predios de acción social y no se lanzan a una gran acción nacional, de rescate de la nación, de sus estructuras e instituciones, de sus bases y su futuro. Porque los que pueden tienen que dejar a un lado el indiferentismo y prender esa llama. Es mucho lo que está en juego y «cada día es más tarde; cada hora que se pierde es una dificultad grave más»