De Barbagrís a Lepanto; el Chesterton poeta

Aún cuando hoy no parezca posible, cuando en 1936 Chesterton murió, fueron numerosísimos los obituarios que aparecieron en la prensa recordándole, sobre todo, como un gran poeta. Esto, para el lector actual del genial escritor inglés, puede no parecer posible ya que su prosa, una de las mejores del siglo XX, fina y genial, se ha impuesto a su lírica. Sin embargo, cuando hablamos de Chesterton hay que recordar – y ése es el fin de este artículo – que estamos hablando de un gran poeta.

El año 1900 fue el año en el que Chesterton debutó en la literatura y lo hizo, precisamente, con dos volúmenes de poesía: Barbagrís en escena y El caballero indómito. La primera de las obras era una breve composición de cuatro poemas en los que se ponía de manifiesto el capricho métrico y rítmico de la lírica chestertoniana. En la segunda, el tono cambia y se alza memorable.

En El caballero indómito, un breve drama poético, pleno de caballerías, espadas y misterios, se encuentran algunos de los rasgos por los que hoy se recuerda con fervor al escritor inglés: la paradoja, el humor, la humildad y la capacidad de asombro.  Si hubiéramos de destacar alguna de las composiciones del libro destacaríamos dos: Por el bebé que no ha nacido y El Burro. El primero, por la fama alcanzada y el segundo, por tener un curioso vínculo con otro de los hitos más famosos de la obra de Chesterton: el Padre Brown. Y es que como éste, el burro del poema es un personaje que, en sus primeros compases de la lectura, desecharíamos todos por inútil pero que, sin embargo, a los pocos versos es tomado con fervor por el lector.

La aparición de su Poesía Reunida le vino a confirmar como poeta. En las navidades de 1914, Chesterton sufrió un abatimiento y su cuerpo, tan grande como era, se vino abajo. Entró en un coma profundo durante meses, tiempo que su mujer, France, atenazada por la angustia del desconocido desenlace del trance de su marido, reunió todos los poemas dispersos.  Entre ellos se incluían, por ejemplo, sus mágicas composiciones navideñas como Los magos o el hermosísimo himno glorioso Oh, Dios de la Tierra y del Altar. Un poema, este último, no tan conocido. Además, también formaban aquel volumen los poemas escritos durante los primeros momentos de la I Guerra Mundial; unos poemas con una dinámica propia, con la fuerza expresiva habitual en el autor que, en este caso, alcanza su cénit en la recreación de horribles escenas de dolor como en La esposa de Flandes.

Afortunadamente, en 1915, durante la Pascua, para ser más exactos, Chesterton despertó.

De Lepanto al caballo blanco

Pero si hablamos de Chesterton como poeta, lo primero que se nos viene a la cabeza es ese inconmensurable poema: Lepanto, que tradujo en su día Jorge Luis Borges y más recientemente, Luis Alberto de Cuenca, Julio Martínez Mesanza o Regla Ortiz. Lepanto es un gran poema de batalla; un elenco de imágenes, mágicamente conectado; un elogio al ritmo y a la aliteración con un crescendo final que es imposible que deje indiferente a nadie.

El 7 de octubre de 1571 la armada de la Liga Santa, formada por barcos del reino de España, la República de Venecia, los Estados Pontificios, la República de Génova, el Ducado de Saboya y de la Orden de Malta, se enfrentaron a la armada otomana en Lepanto. Este bélico encuentro es, sin duda, uno de los momentos claves de la historia. Y Chesterton lo retrató líricamente de forma magistral pues no sólo contó la historia, sino que lo hizo desde distintas perspectivas, dando cuenta de las iniquidades que hicieron imposible una gran unión de la Europa cristiana.

En su creativa aproximación a la batalla, Chesterton describe desde las vicisitudes del sultán de Bizancio por poner en la mar sus barcos, pasando por las dificultades del Papa por lograr la unión de la cristiandad, hasta el cautiverio en galeras musulmanas de los cristianos. Y de entre todo esto, sobrevolando cada verso del poema, don Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos V y almirante de la flota, ganador de la victoria para la Liga. Un personaje típicamente chestertoniano.

Con Lepanto, Chesterton firmó un hito en la poesía de su tiempo – y del nuestro –, sin embargo él consideró como su mejor obra poética otro libro, el único que dedicó a su mujer: La balada del caballo blanco, uno de los últimos y grandes poemas épicos de la lírica inglesa moderna. En él, Chesterton cuenta la historia del rey Alfredo que, en el año 878, combatió a los daneses y con este fondo, el autor hace una defensa cerrada de la tradición moral del ser humano y más allá de esto;  de las escenas bélicas, las apariciones de la Virgen y de las leyendas, Chesterton cuenta una guerra contra el nihilismo, una guerra que entonces se libraba y que aún se libra en nuestros días.

Un poeta no tan recordado

Con todo, Chesterton es hoy un poeta que no ocupa su lugar en la historia de la poesía. Ha sido olvidado. Unos dicen que por católico, otros que por belicista. Quién sabe. La realidad es que ha sido olvidado. Su poesía, rica en exclamaciones. Cada línea está llena de sentimiento y de canto, de vitalismo y hondura. Es, como dijo Enrique García-Máiquez, uno de los traductores de la obra poética de Chesterton, “todo lo contrario a una poesía anoréxica”.

No sería justo terminar este artículo sin mencionar al ya mentado, Enrique García-Máiquez o a Julio Martínez Mesanza o a Luis Alberto de Cuenca o a Regla Ortiz… Todos ellos tienen en común haber sido traductores de la obra de Chesterton. Y buenos traductores – que no es cosa menor -. De su trabajo, es reseñable la edición Lepanto y otros poemas que publicó la editorial Renacimiento. Una obra que ha servido para poner sobre el tapete de lectores y críticos la gran obra poética de Chesterton.

Lo mismo que dijo Chesterton sobre San Franciso, podría aplicársele a él: “Fue un poeta cuya vida ha sido un poema”.

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