En un cine barcelonés, en el verano de 1966, un poeta quedó tomado por una visión. Él era Juan Eduardo Cirlot y la visión, Rosemary Forsyth interpretando a Bronwyn en El Señor de la Guerra, de F.J. Schaffner. La película, que transporta al espectador al medievo celta de forma magistral, con una enorme carga simbólica y mitológica, sería la base para la construcción de uno de los proyectos literarios más ambiciosos y geniales de la poesía del siglo XX española: el ciclo Bronwyn de Juan Eduardo Cirlot.
Hay quien dice que lo que realmente se dio fue un traspaso de papeles. Cirlot se entregó en sus primeros versos al surrealismo, a la creación de imágenes revestidas de un simbolismo al que siempre recurrió – ¡cómo no iba ha hacerlo el autor del Diccionario de Símbolos! -. Para él, la creación poética significaba alcanzar la plenitud y, al mismo tiempo, descubrir la carencia.
Pero no fue aquel día de verano de 1966 cuando Cirlot quedó preso de la visión. Es cierto que publicó un artículo en La Vanguardia sobre el film, pero su hija, y principal fuente a la que hoy se puede recurrir, señala en el prólogo de Bronwyn (Ed. Siruela, 2001) que “el reconocimiento del mito”, la visión real y arrobadora, no llegaría hasta el otoño de aquel mismo año. Y ya plenamente, será asumido por el poeta después de ver la versión rusa de Hamlet. Al ver a Ofelia muerta entre las aguas, prorrumpió en su mente la escena en la que Bronwyn “resurge” de las aguas, ante la mirada de Chrysagon, el caballero normando, enamorado perdidamente de Bronwyn, interpretado de forma soberbia por Charlton Heston
Al recordar esa escena, Cirlot se identificó plenamente con Chrysagon, enamorado de Bronwyn, y vio en la muchacha celta la personificación del mito del eterno femenino.
Comenzó así una ingente creación poética en torno a Bronwyn. Miles de versos que el propio autor pensó que sólo iban a ser un único libro, pero éste le fue llevando y fue imponiendo su paso hasta alcanzar más de ocho libros. Todos los versos, diferentes y evocadores, de realidades o sentimientos dispares, formaban un único poema. Por eso todos los libros se titulaban igual Bronwyn (I – VIII). Cada libro pensaba que era el último, escribe Victoria Cirlot. Sin embargo, con la publicación de Bronwyn w (primer libro de una segunda etapa en el ciclo), el poeta se percató de la infinitud del poema que estaba escribiendo y al que aspiraba. Infinitud que truncó su enfermedad en 1971.
Cuando en 1973, Juan Eduardo Cirlo falleció, el ciclo Bronwyn estaba compuesto por 16 libros. Todos ellos formaban, en verdad, un único libro. Una historia narrada en un lenguaje poético de una calidad extrema. Y en esos diez y seis libros, que en verdad son uno, Cirlot va indagando más y más sobre su propia visión, va observando desde ópticas diferentes, desde sentimientos diferentes, esa escena, la escena, en la que Bronwyn resurge de las aguas mostrando su verdadera naturaleza de diosa o ninfa marina.
El espíritu vanguardista de la obra cirlotiana, que le mueve a las creaciones de formas más dispares en aras de una expresión capaz de albergarle a él y a su Bronwyn, se une de forma extrañamente genial a la tradición, que se niega a obviar. Una tradición formal, por supuesto, pero también icónica. Así, del postromanticismo y el castellano en estilo de San Juan de la primera etapa del ciclo, pasa a los collage y al castellano con disoluciones de Con Bronwyn e incluso la prosa de Bronwyn en Barcelona.
Cirlot habla con, de y a Bronwyn en su obra. Pero también la niega en los antiBronwyn, de los que pocos se han conservado. El ciclo no es un proyecto intelectual o no al menos, uno al uso. Si emoción y sensibilidad se desprenden de los versos de Cirtlo, en mayor medida aún, éstos supuran tensión. La tensión inherente a la búsqueda, pues en el fondo, Cirlot está buscando. Todo este elenco de sentimientos no pueden fingirse, tan sólo pueden surgir de lo vivido. Y es que el ciclo Bronwyn es, ante todo, una vivencia extendida a lo largo de los años.
Juan Eduardo Cirlot, poeta de impecable factura y puesto hoy en valor gracias a su hija Victoria, compuso una de las obras más bellas de la lírica de finales del siglo XX. Su Ciclo Bronwyn constituye no sólo el trabajo de toda una vida, sino la plasmación, la mejor de cuantas ha dado la poesía contemporánea española, de esa eterna búsqueda del poeta: el eterno femenino.