Se escribe como se es. Petit es una persona templada, que no tibia, y por eso su poesía es temperada y recatadamente musical. Tan ajeno es al conceptismo y al esoterismo como averso a las sinestesias y al enviscamiento nervioso. Piénsese en la brillante aliteración un amor / insepulto que me ronda/ al pie de tu piedra, de «En el cementerio de San Fernando», o en el endecasílabo que cierra «Nada más» (Luego, después de esto, nada más), que remite al célebre estrambote cervantino. Su discreta erudición obliga a celebrar, al mismo tiempo, su recuperación del verbo ambular en «Nada más» y del verbo marcear en «La idea de tu muerte». Cuenta con la morigeración de quien somete el caudal de sus energías al estrecho cauce de lo civilizado; una civilidad que nos regala el placer de la palabra precisa en un tiempo de frases borrosas, desgastadas, que dicen lo contrario de lo que aparentan decir.
Decía Julio Camba en la reseña que hizo de La corte de los poetas, la primera antología de modernismo hispánico, que un libro de versos puede ser más útil que un billete de tren o que un manual de mecánica. El periodista gallego venía baqueteado por la política y sus sinsabores cuando, todavía en la veintena, trocó unas ideas férreas y equivocadas por la ironía del escepticismo. No cabe duda de que hizo bien. Con todo, seguía abrigando algunas convicciones. Por ejemplo, que la primacía de lo bello no es discutible. El presente libro, que se alaba solo, le da la razón.