–En el libro se atisba un recorrido implícito. Desde Bilbao, donde usted nace, hasta el cementerio de San Fernando en Sevilla, y luego Cádiz, donde termina de escribirse. De una punta a otra de España. ¿Cómo afecta este recorrido físico al recorrido vital y al recorrido del duelo?
–Hay un recorrido vital que comienza con el que llevan a cabo los padres. Mis hermanos y yo nacimos en Bilbao, porque, aunque mi padre era de Sevilla, llevaba trabajando en Bilbao mucho tiempo. Luego nos trasladamos a Madrid. Ese cambio, para un niño, es muy intenso, porque Bilbao, siendo uno de los mejores lugares que hay en el mundo, no deja de ser una ciudad pequeña. Y, de repente, Madrid es un mundo distinto. Yo aluciné con el metro. El metro es una ciudad debajo de la ciudad, me impresionaba mucho. En este sentido, la figura del padre (particularmente la del padre) se realzó. Aquel era un cambio muy drástico que nos sometía a cierta intemperie que quedaba resuelta gracias a que mi padre ejercía de gran techo bajo el que nos cobijaba durante todo ese proceso. Por otro lado, la conexión con el cementerio de San Fernando en Sevilla se debe a que mi padre, como alguien lo definió, era el sevillano más vasco y el vasco más sevillano. Él siempre nos inculcó un profundo amor a Sevilla y sus tradiciones; en el fondo, suponía meternos de lleno en su propia infancia y juventud. Para nosotros, Sevilla es una geografía de paraísos particulares. Y uno de los grandes regalos que puede hacer un padre o una madre es dar y ser un sitio al que volver.
–Hay un verso al comienzo del libro que dice: «No te vayas, padre; no aún que te estoy acumulando». En una cultura freudiana que aspira a matar al padre y destronar la autoridad paterna, usted, a lo largo del libro, le pide al padre que continúe y le muestra su agradecimiento. ¿No resulta contracultural?
–Sí, es lo contrario a Freud. Cuando era adolescente, y supongo que como todos los adolescentes, no quería ser como mi padre. Después, cuando me fui haciendo mayor, entré en una inquietud muy dura: querer ser como mi padre, pero veía que ni en el mejor de mis momentos vitales le llegaría a la suela de los zapatos. En los últimos años, y ahora que ha muerto, me doy cuenta de que lo que hizo mi padre conmigo y con todos mis hermanos durante toda su vida no fue pretender que fuéramos como él, sino que se dedicó a educarnos, a darnos las herramientas, el cariño, el afecto y el calor para hacer lo que cada uno debiéramos. Ese verso en que digo «te estoy acumulando» está dentro de un poema escrito justo después de enterrar a mi padre. Me surge la necesidad de acumular todo cuanto yo había vivido con mi padre. Porque, al morir mi padre, perdí todo recuerdo. No me acordaba de nada, salvo de su última semana de vida. Y, tras el entierro, empiezo a desvelar mi propio recuerdo y me entra esa ansiedad por acumular cuanto he vivido con mi padre.