La literatura, por otro lado, es la catalizadora de las verdades de la humanidad. Una herramienta que, sin demasiada consciencia por parte de los buenos escritores, ahonda en las profundidades de lo personal y brota hacia afuera convertida en planteamientos universales. Perdón por lo cursi. Esto es, poco más o menos, lo que consigue Álvaro Petit Zarzalejos en Lograr el amor es alcanzar a los muertos (La isla de Siltolá). La pérdida de su padre caló, como no podía ser de otro modo, en lo más profundo de su ser y ha brotado generosamente en un poemario que es ya un universal. La vida, el amor y la muerte se entrelazan una vez más y ya desde el título.
El propio Álvaro reivindica que este libro es la prueba de que «los muertos nos acompañan, aunque su camino sea un sendero que los vivos no podemos recorrer». Y, teniendo razón, a la vez no la tiene: este poemario es la prueba de que el camino de los vivos y los muertos es una constante que convive en la literatura. Mientras haya quien cante a los muertos, los vivos seguiremos recorriendo el sendero de su mano. Parafraseando al autor, la muerte habla de nosotros mejor de lo que nosotros podemos hablar de ella. Y, en este caso, la muerte habla muy bien de él: del desgarro ante la pérdida, de la serenidad en la pérdida, de la esperanza tras la pérdida.