Para qué sirve la poesía: anotaciones

Esa misma pregunta le hicieron a Borges. Y él, genial como siempre fue, respondió a la gallega: ¿y para qué sirven los amaneceres?. No cabe duda que la poesía, como los amaneceres, es primeramente, útil como alimento que asegura la supervivencia; un alimento espiritual que, como el resto de artes, aseguran la supervivencia de nuestro espíritu.

No se gana uno la vida leyendo o escribiendo poesía; se gana el alma.

 

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Íntimamente, el hombre no quiere estar solo. Se une. Surge lo que llamamos sociedad. Y la historia pasa por ella, y ella misma cambia. A veces pide libertad, “un golpe de estado libertario” y viene la poesía y lo da. Surrealismo, romanticismo. O pide tranquilidad y reposo, silencio para pensar y observar lo que antes de ella hubo. Clasicismo de acervo inmemorial.

 

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Vivir humanamente, el hombre. Dijo Heidegger, “en la poesía, el hombre se une a los fundamentos de su existencia. Ser humano es ser una conversación”. El vivir humanamente es posible por la comunicación. Le corresponde, pues, al poeta tomar el lenguaje (base de la comunicación y, por lo tanto, del vivir humanamente) y elevarlo hasta cotas insospechadas, elevando así al propio ser humano. Es, por lo tanto, una vía paralela a aquella otra que los filósofos contemporáneos llamador individuación: “la evolución de la conciencia hacia la totalidad (…), una percepción que abarca todo el ser, un conocer, un tocas, un estar en contacto” (Dense Levertov dixit).  Aunque la más alta de las pretensiones de la poesía sea la de conmover, deleitar, enseñar y sobre todo, iluminar; hacer visible lo que permanecía oculto. Desvelar lo que permanecía velado.

 

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Siglo tras siglo, el hombre. El pasado es ya lejano (demasiado quizá). Nada tenemos que ver nosotros, hombres del siglo XXI, con los de aquellos siglos pasados. Sin embargo, un hormigón de palabras – la poesía – une tiempos con su poética universal, en la que los afanes se repiten y los tiempos que acontecieron – ¡es cierto! -, vuelven sobre los que ahora están siendo, irrefrenablemente.

 

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Errabundo, el hombre trashuma por su propia historia y sueña con que sea al final estrella. Lucha. Quiere saber. Para qué sirve la palabra. Qué es la alegría. Desea. Constantemente está deseando. Sueña con que un día, ojalá cercano, alguien reviva, en algún lugar, sus sueños y sus pesares; sus alegrías y sus esperanzas. Arte. Es el alma humana, que también es poesía.

 

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Vigilante, el hombre. Observa al cielo, no vaya a escaparse la eternidad que tanto ansía. Y una luz aparece, la poesía, que es un faro que rasga con su luz el mar tantas veces navegado inconscientemente que es la eternidad. Y un asiento, la poesía, que nos sienta sobre tantos días y tantas noches. Y unas manos, la poesía, que van levantando madrugadas improvisadas de recogimiento y explosión; de oscuridad y de luz. Una luz, un asiento y unas manos. La eternidad, así, no se escapa.

 

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Fragmentado, el hombre. Ansía unir todos los pedazos que le formaron. Dejar de ser abismo para ser llanura. La poesía, a su fragmentación se resiste. Ella une lo que de ninguna forma pensamos que pudiera estar unido. Ya lo dijo Lorca. Ella es múltiple, como el hombre, pero sigue siendo una, nacida toda ella de ese átomo germinal de trascendencia que, con el contacto de la vida, acaba albergando una genuina unidad, que ansía el hombre.

 

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La poesía – afirmó bellamente Jaime Sabines – sirve para sacar la flor de las cenizas

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