Como si deliberadamente se hubiera eliminado de su bibliografía, apenas se menciona, cuando se habla del poeta T.S. Eliot, su ensayo La idea de una sociedad cristiana (1942), que no puede ser tomado aislándolo de otro, La unidad de la cultura europea: notas para la definición de la cultura. Incluso, ni se le nombra cuando se recita la nómina de autores y ensayistas cristianos de su tiempo. Chesterton, Lewis, Belloc o John Henry Newman copan, merecidamente sin duda, las atenciones. Nos acordamos sólo de aquel monumento del modernismo anglosajón que fue La tierra baldía. Sin embargo, más allá de aquel título -interesante sería, subrayar otros, como los Cuatro cuartetos- el poeta inglés desplegó en apenas un centenar de páginas una revisión crítica de su tiempo y una apretada propuesta política y social, según el signo cristiano.
La idea de una sociedad cristiana surgió de unas conferencias que Eliot, cristiano converso, dictó en 1939, en las vísperas inmediatas de la Segunda Guerra Mundial, en la Universidad de Cambridge y en ella se pulsa el esfuerzo del poeta por proponer el cristianismo como único freno posible a la trágica marea ideológica que en aquellos años devorada Europa y Rusia.
Irremediablemente, al leer la idea de Eliot, la memoria nos lleva hasta Edmund Burke. El mismo pulso tradicional late en sus páginas, el mismo apego hacia lo consuetudinario y el mismo rechazo de la modernidad. Porque, para el poeta, igual que para el parlamentario, la modernidad ha destruido “las costumbres sociales tradicionales del pasado, al disolver su conciencia colectiva natural en sus constituyentes individuales, al dar curso a las opiniones de los más tontos, al substituir la instrucción por la educación”. Una espiral disolvente que Eliot llama “dictadura democrática”, fruto de una sociedad pagana, y que está condenada a la prosternación, porque “el término democracia no tiene contenido positivo suficiente para mantenerse solo contra las fuerzas que aborrecemos. Puede ser fácilmente transformado por ellas. Si no tenemos a Dios (y Él es un Dios celoso) debemos presentar nuestros respetos a Hitler o a Stalin”.
“Hablar de nosotros –escribe Eliot– como de una sociedad cristiana en contraste con la de Alemania y la de Rusia es abusar de los términos. Queremos significar únicamente que tenemos una sociedad en la cual nadie es castigado por profesar formalmente el cristianismo”. Una sociedad a la que el propio autor da nombre: Sociedad Neutral, que toma vitolas que no le corresponden, como la de cristiana, sólo para ocultar los verdaderos valores perniciosos y desagradables que en ella subyacen. “Sospecho que en nuestra aversión al totalitarismo hay una buena parte de admiración por su eficiencia”. Pocas frases pueden resultar hoy más provocativas y, por provocativas, sugerentes. Sobre todo cuando uno repasa mentalmente cómo fueron las relaciones liminares entre la Alemania de Hitler, que es a la que se refiere Eliot, y los países occidentales, especialmente el Reino Unido.
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