El «ironista melancólico»

Los politólogos están de moda y han dado esperanzas laborales a cientos de jóvenes estudiantes de Políticas, que nunca destacó por su demanda laboral. Tertulianos, columnistas, conferenciantes… en cada esquina hay un politólogo, prescribiendo y juzgando la realidad, ofreciendo sentencias que, en la mayoría de los casos, carecen de los donaires mairenianos. Son la beautiful people de las Ciencias Sociales. Sin embargo, como suele suceder, no todos han logrado alcanzar el púlpito; los hay incluso que parecen empeñados en ni siquiera acercarse al oropel del reconocimiento, en ni tocar una de esas pizarras que ahora tan presentes están en las tertulias televisivas. Uno de estos parece ser Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974), profesor de Ciencia Política en la Universidad de su ciudad natal.

Por esos procesos en apariencia inocuos que la extremada mediatización del foro, sucede que la renqueante opinión pública española está copada por un ramillete de nombres -casi todos, “expertos” en algo- que van de un lado a otro, de un plató a otro, tal que aquella que en la bilbainada iba desde Santurce a Bilbao: “por toda la orilla, con la falda remangada, luciendo la pantorrilla”. Un catálogo de nombres ciertamente escaso y repetitivo hasta el bostezo. Es una ilusión pensar que en nuestro país hay eso que llaman opinión pública; son tan pocas las ideas que se ponen en liza, tan recortaditos los argumentos y, sobre todo, tan iguales todos ellos, que es imposible que algo tan esencial para las democracias germine bien. Pero existe otro circuito más allá de las matinales tertulias. Revista de Libros, Letras Libres, Nueva Revista, Cuadernos de Pensamiento Político y unas cuantas publicaciones más que conforman lo más punk del debate político español. Y Arias Maldonado destaca entre ellos, incorporado al debate público sin buenismos ni la subyugación a la corrección política. Su último libro, La democracia sentimental (Página Indómita, 2016) es prueba de ello. En él se entremezclan la confrontación intelectual con la realidad, diseccionándola pulcra y rigurosamente, con la apostura del neurocirujano.

Más de 400 páginas le sirven a Arias para poner frente por frente al lector con la realidad del sistema liberal. Como doctrina política, el liberalismo, nacido con la impronta de la suma legitimidad del raciocinio en el devenir político, carga sus tintas en una mínima presencia del Estado, lo que significa, indefectiblemente, acentuar la responsabilidad personal. Sin embargo, de un tiempo a hoy, con una íntima ligazón a la multiplicación de los canales de comuniación, el sistema liberal se ha visto imbuido de unas inercias telenoveleras, primando sobre un análisis racional de la realidad, el visceral; ascendiendo sobre todo lo demás, la exacerbación sentimental. Sucede que es más fácil engancharse al sentimiento que a la razón; el primero es de más fácil digestión que la segunda y, además, casi siempre acaba volcando culpas en entidades indefenidas – establisment, poderosos, ricos… la casta, en definitiva-, de resultas de lo cual, toda responsabilidad propia acaba quedando enajenada.

En este ordenamiento desordenado de las cosas, el liberalismo parece quedar fuera por su propia naturaleza racional, aunque en muchas de las páginas del libro, la prosa de Maldonado repica al contrario, desplegando una fuerza discursiva -mezcla de claridad y elegante vehemencia- que nos deglute deliciosamente la densidad de muchas de sus páginas. Ante esa situación en la que el liberalismo se encuentra, de encrucijada, de espada y pared, Maldonado propone una figura que bien habría merecido la atención de los medios de comunicación masivos: el ironista melancólico, que por racional, no acaba en el angustioso solipsismo, sino asumiendo el medio ambiente intelectual en el que vive, interferido por la sentimentalidad y lo aborda. Este ironista es la personificación de la propuesta de Maldonado: un nuevo diálogo entre la razón y las emociones, sin que la primera se pliegue cobardemente a la segunda, para que ésta no soberanee sobre los afectos tan dictatorialmente que acabe generando categorías y nociones que diluyan, cuando no destruyan, el concepto de ciudadanía, paradigma clásico y efectivo de la convivencia.

 

Publicado en Ritmos21.com

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