Tras la presentación del informe El valor económico del español, que en otro momento abordaremos aquí, el nobel, Mario Vargas Llosa atendió a los medios que se arremolinaban en su rededor. Por primera vez en mucho tiempo, no estaban interesados en su boda o no boda. El escritor ofreció a las televisiones el totalperfecto, llamando a la unión, a la defensa de nuestra lengua ante los ataques de Donald Trump, creando un frente común ante el gringo peleón. Sin embargo, es una ilusión lo que pide; un arrebato del momento, propiciado por la euforia del contexto. Porque lo cierto es que Trump no es el problema. Ojalá lo fuera. Sería entonces sencilla la respuesta: ante las baladronadas de un ignorante, sólo hay que poner de manifiesto su propia mediocridad para dejarle en evidencia.
Lo cierto es que nuestro idioma es sobresaliente, muy a pesar nuestro. El desprecio de un presidente angloparlante no hace sino hablar mal de ese presidente. Del mismo modo que lo hace nuestra despreocupación. Sin embargo, en Trump no hay dolo, porque es ignorancia lo suyo. En nuestro caso, sí lo hay. Hemos nacido con y en ella; la hemos moldeado y adaptado; nuestra historia, tanto particular como común, se ha ido conformando a su albur. Y sistemáticamente la tratamos como a una vulgar desconocida. Los distintos gobiernos de nuestro país han cejado en toda defensa del español. Consideraban que con darle unos eurillos al Instituto Cervantes estaba el capítulo cubierto. Por eso hoy, a pesar de ser la lengua de más de 500 millones de hablantes, el segundo idioma en la comunicación internacional y que más de 18 millones de personas estudian como lengua extranjera; a pesar de que en 2030 el 7,5% de la población mundial sea hispanohablante, que dentro de tres o cuatro generaciones, el 10% de la población podrá comunicarse en español y que en 2050, Estados Unidos será el primer país hispanohablante; a pesar de todo, el inglés, pese a la decadencia que le espera en las próximas décadas, sigue siendo la lengua por antonomasia. La falta de visión de los países de lengua hispana hace que, siendo el idioma con mayor proyección de cuantos hay en el mundo y la herramienta y el soporte de una de las culturas más ricas de la Humanidad, la nuestra siga siendo una lengua de uso poco común en ámbitos como el académico, científico o político.
Me viene a la cabeza la famosa ceremonia de decisión sobre las sedes olímpicas. Aquella del relaxin cup of café con leche. Ana Botella habló en inglés -un inglés, por cierto, muy en la media del que habla la mayoría del país-, el rey, además de saludar en varios idiomas, hizo otro tanto de lo mismo. El presidente japonés, Shinzo Abe lo hizo en japonés, naturalmente…. por algo su emperador era un dios hasta antes de ayer. ¿Qué clase de imperio chusquero sería Japón si ante una cita de interés mundial, sus reprsentantes no hablaran su lengua? España, sin embargo, siendo cuna del español, habiendo ofrecido a la Historia alguna de sus creaciones más brillantes, y con millones de personas en todo el mundo comunicándose en su lengua, optó por hacerlo en una extranjera. El típico arranque de complejos, muy nuestro, muy de aquí, por otro lado.
Trump no es el problema. En realidad, es puro pintoresquismo. El problema real es nuestro porque hemos interiorizado la falsa imagen del español como lengua de minorías; y nos hace ilusión que un presidente extranjero suelte los tópicos de turno – paella, sol y playa –, en un español pordiosero, como si el nuestro fuera el Magaluf de los idiomas, mientras nos tentamos las vestiduras porque tal o cual político patrio no ha hablado en inglés en no sé qué foro. Demostramos muy poca conciencia de la joya que tenemos, muy poco cuidado en hacer del español el blasón de nuestro país. Deberíamos estar en la pelea de hacer de él el lenguaje de la economía, el de la creación científica, el lenguaje buena parte del mundo. Está bien que Rajoy aprenda inglés. Pero mejor será que ante una cámara, en una reunión internacional o en cualquier foro hable en español. Nosotros no tenemos un emperador recién abajado a la condición de mortal, pero tenemos a Cervantes, que es más, mucho más. Y además, inmortal.