En las pocas ocasiones que he coincidido con Álvaro Petit, he admirado su tímida calidez. Habla a media voz. No grita. Tampoco calla. Escucha atento, con distancia suave, dispuesto a comprender mejor y reservarse lo justo. Camina ligeramente inclinado hacia delante, como si estuviera casi ensimismado. Arrastra un peso muy íntimo que no le impedirá seguir caminando. Le envuelve una levísima melancolía. A través de esa nube se cuelan los rayos de una circunspección moral y poética que le dotan de una prematura gravedad. Acaba de publicar el poemario Lograr el amor es alcanzar a los muertos.
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Es un libro sobre la muerte del padre, de su padre, del sentimiento de orfandad ontológica al que la pérdida del origen misterioso y real, inmediato y físico, de nuestra existencia nos abisma. El poeta canta, en nombre propio, la singularidad irrenunciable que a cada uno concierne. Lo hace con emoción verdadera y tono seguro. Llora, no plañe; se desgarra, no se derrumba. No debiera pasarse por alto la interrogación última que plantea sobre la finitud personal. La esperanza sólo acaba brotando de la experiencia honda, sin fondo, de la angustia.