¿Y si Rivera fracasa?

Se ha convertido ya en un lugar común. Rivera ha decidido lanzarse a la conquista del centro derecha. Eso y no otra cosa significa el predicho no a Sánchez durante la campaña. Una estrategia arriesgada pero no sorprendente.  El líder de Ciudadanos tiene ramalazos partisanos que hacen que nada en él puede causar ya sorpresas. A fin de cuentas, dejó de ser socialdemocráta progresista para ser liberal en cuestión de pocas horas y sin despeinarse.

La decisión es, con todo, legítima. En la génesis de cualquier partido político está hacerse con el poder. Pero cabe preguntarse si es o no una determinación responsable. Ciudadanos emergió en la vida política nacional como la oportundiad histórica de acabar con la dependencia nacionalista de los dos grandes partidos, de poder dar un paso más en el proceso iniciado en la Transición, haciendo de nuestra democracia bipartidista imperfecta, tremendamente imperfecta por la necesidad del apoyo nacionalista, una democracia mejor.

Sin embargo, en muy poco tiempo, Rivera ha dejado de avivar esperanzas para reunir nostalgias. Nostalgias por lo que fue y ya no es; por lo que pudo haber sido y ha renunciado a ser. Nostalgias inútiles, como casi todas, vistos los últimos cambios en la dirección de su partido.
Ciudadanos ofrecía la posibilidad de romper con las malsanas inercias de nuestro sistema. Un partido “centrista”, capaz de bascular entre una izquierda y una derecha moderada, que reunían en torno a sí a mayorías sociales tan amplias como el propio país. En definitiva, un nuevo horizonte parlamentario y político de futuro para España, libre de las pretensiones insaciables del Euzkadi Buru Batzar y de la voracidad de las ejecutivas del nacionalismo catalán. Su papel era, como la oportunidad, histórico. Pero el enésimo requiebro del partido ha hecho que todo se diluya, demostrando, además, que el engranaje de la política son las paradojas, porque lejos de empeorar, ha mejorado considerablemente sus resultados.

 

Sin embargo, en muy poco tiempo, Rivera ha dejado de avivar esperanzas para reunir nostalgias. Nostalgias por lo que fue y ya no es; por lo que pudo haber sido y ha renunciado a ser.

 

 

En el tiempo abolido -esa especie de eterno presente- en el que se mueve hoy la política, Rivera ha acertado de pleno. Si lo restituimos, si resucitamos el tiempo que la campaña permanente de los partidos ha hundido, lo que es un éxito puede convertirse, como mínimo, en una inmensa duda inquietante.

O PP o nada

El duque de Valentino, César Borgia, llevaba grabado en su espada el lema: «Aut Caesar aut nihil» (“o César o nada”). La expresión, que se atribuye al grito de las tropas de Julio César al cruzar el río Rubicón, se popularizó gracias a este hijo del valenciano Alejandro VI. A Maquiavelo le fascinó el personaje. A la fortuna, no tanto. Acabó el hombre derrotado y viendo cómo su cadáver iba de un lado a otro. Terrible final para un hombre arrojado y capaz de los más impensables requiebros militares.

Al final, la expresión ha quedado en el registro lingüístico como uso para negarse a aceptar un cargo menor al que uno aspira o cree tener derecho. Por eso, con una simple modificación de los términos viene al pelo: Rivera no sólo no quiere ser lo que en principio iba a ser, sino que además se cree en posición de reclamar el lugar del PP. Cree poder hacerlo. Lo cree vivamente.

O PP o nada. Esa es la apuesta de Rivera. Y está dispuesto a ir hasta la última ronda, aunque sea acompañado de descartes. No le obsesiona España, le obsesiona Casado. No le interesan los próximos Presupuestos. Su actuación durante la investidura, plena de espantajos lingüísticos, no deja lugar a la imaginación. Quiere comerse al PP, deglutirlo y quedar como único césar del espectro de la derecha.

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