Gil Robles para una investidura

«La Historia no es, al cabo, sino una gran curva aérea, que a través del presente, instantáneo y pasajero, salta del remoto ayer hasta el mañana misterioso (…) ¡ay si los hombres públicos meditaran sobre la Historia!». Este lamento es de Claudio Sánchez Albornoz, uno de los grandes historiadores del siglo XX y político durante la II República. Y aunque quizá considerara el conocimiento de la Historia con cierto idealismo, propio de quien ha vivido para alcanzarlo, no le falta razón.

Rebuscar en archivos, libros y hemerotecas otorga cierta perspectiva, sobre todo cuando uno se acerca al pasado que se embosca en los legajos, no como investigador, sino como coetáneo de sí mismo, reconociendo a la Historia como intermediaria para entender el tiempo propio, desbrozándola de memorias a medias e interesadas. Con ese ánimo, pueden encontrarse en el Diario de Sesiones del Congresoalgunos episodios ilustrativos, como el que ofrece la sesión del 19 de diciembre de 1933, en concreto, la intervención del líder de la derecha José María Gil Robles.

Durante esos días tenía lugar en el Hemiciclo  el debate para formar un nuevo Gobierno. La derecha, agrupada en torno a la CEDA de Gil Robles, había ganado las elecciones, pero el líder cedista había renunciado a presidir el Consejo de Ministros, «por miedo a nosotros mismos». Creía que su «espíritu no se halla aún preparado», algo que ni por error han pensado Sánchez o Iglesias, convencidos Prometeos que vienen a refundar los tiempos, con perspectiva de género, naturalmente. Temía el político una reacción virulenta si alcanzaban el poder sin haber «tenido tiempo para que desapareciera completamente de nuestro corazón cualquier deseo de revancha o de venganza». Alejandro Lerroux, del Partido Radical, encabezaría el Consejo y Gil Robles tuvo entonces que exponer ante la Cámara la posición de su partido. Es en esta intervención en la que encontramos algunas frases de gran interés para el lío de la investidura en el que Sánchez quiere involucrar a los españoles, usándonos como pinches de cocina para saciar sus apetitos de poder.

El presidente en funciones planteó a Podemos un gobierno de una especie desconocida hasta la fecha: gobierno de cooperación. Iglesias insistió en que no, que de coalición. Y en el fondo, ambos, heridos de solipsismo, olvidaron lo más importante para formar un Gobierno tan variopinto como el que parece perfilarse en el horizonte: la colaboración, que «no se presta -dijo Robles- solamente con una adhesión servil al triunfador», sino que se hace para cumplir con la «finalidad primordial» del poder público: «la realización de los grandes fines colectivos».
La altura de aquel político hoy no sólo no existe, sino que además es imposible. Que Sánchez insista en el acuerdo, rechazando incluso los votos gratuitos de Podemos para la investidura, desvela que su cooperación quiere ser decapitación; que Iglesias haga lo propio con la coalición, revela que aspira a ser sucesión. Lo que el líder cedista supo ver claro en su día -que las legítimas ambiciones no pueden costearse a expensas de los ciudadanos- hoy está enterrado bajo la miopía que señorea en las cabezas de la izquierda.

 

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