El problema de las frases huecas es que no resisten el más mínimo golpe de realidad; menos aún, cuando la realidad se presenta tan cruda como ha sucedido con la crisis del coronavirus. Se da una relación de proporcionalidad entre la capacidad para la pancarta y la incapacidad para el BOE. Existe, además, otra relación evidente: Cuanta mayor es la imaginación para el eslogan, mayor aún es la desconfianza que provoca. Esta crisis ha puesto de manifiesto que propaganda y gobierno son extremos incompatibles, porque la primera erosiona lo que es esencial para lo segundo: la confianza.
Estamos viviendo hechos tan asombrosos en un país avanzado en medio de una pandemia, como que un vicepresidente del Gobierno dedique sus esfuerzos a obtener protagonismo y a doblegar a otros ministros en la toma de decisiones o que sistemáticamente se esté cambiando la forma en que se contabiliza el número de infectados, curados y fallecidos. Estamos asistiendo en una concatenación de errores que mellan cualquier reserva de certidumbre y a un Gobierno que es incapaz de ser un punto de certeza, en especial cuando todo se vuelve interrogante. Los errores en cadena que podrían haber tenido un pase ante lo extraordinario de la situación, no lo han tenido. Para obtenerlo, el Gobierno tendría que haber hecho un acopio previo de fiabilidad del que ha sido incapaz. Su propia gestación ciega cualquier soslayo de confianza.
Todo Gobierno, más en una crisis de este calado, tiene el deber de convertirse en un polo de certidumbres para la sociedad. Y serlo no depende de lo que opine o diga la oposición, sino de la realidad de los hechos. Depende de no capar las ruedas de prensa, de no comprar gangas; depende de no velar toda la gestión de la compra de material y sus correspondientes comisiones; depende de tomar decisiones en coordinación con el resto de los partidos y los agentes sociales; depende de saber cuántos son nuestros muertos; depende de que mientras los españoles están confinados, el Consejo de Ministros no se convierta en un patio de colegio en el que hay peleas por ver quién lleva la pelota. Ser confiable no depende, no, de que la oposición lo diga, sino de que los hechos no le dejen otra opción que aceptarlo.